LAS GARANTÍAS DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO SANCIONADOR:

REFLEXIONES SOBRE LOS ÓRGANOS INSTRUCTORES.

Miguel José Izu Belloso
Profesor asociado de Derecho Administrativo

1. INTRODUCCIÓN: EL PODER PUNITIVO DEL ESTADO.

El profesor PARADA VÁZQUEZ afirma tajantemente que «una de las
actividades en que parece más empeñada la Administración española es sancionar a los
ciudadanos, compitiendo con los Tribunales penales»1. Probablemente no es ajeno a este
hecho la secular afición de los españoles a producir leyes, a incumplirlas y a sustituirlas
por nuevas leyes que son igualmente incumplidas.

A lo largo de las últimas décadas el poder sancionador de la Administración ha
ido en aumento, y no sólo como potestad «doméstica», vinculada a las relaciones de
sujeción especial que la Administración mantiene con determinados administrados (vgr.
funcionarios, reclutas, presos, estudiantes), o con bienes o actividades puestas bajo su
cuidado, lo que GARCÍA DE ENTERRÍA denomina sanciones «de autoprotección»,
sino principalmente en cuanto a las sanciones «de protección del orden general»2.
Prácticamente no hay ley de carácter administrativo (es decir, la mayoría de las que hoy
se promulgan) que no se complete con un régimen sancionador que incluya una
tipificación de infracciones a sus disposiciones y la correspondiente tabla de sanciones.
Con frecuencia, el legislador ni siquiera tiene en cuenta que las conductas sancionadas
ya estaban castigadas en el Código Penal o en otras leyes anteriores. Por ello SUAY
RINCÓN señala como primera característica del poder sancionador de la
Administración su continua expansión, denunciada repetidamente por la doctrina3. Se
suele considerar como causa principal del excesivo desarrollo de la potestad
administrativa sancionadora la inadecuación e ineficacia del sistema de justicia penal.
No cabe duda que ante un sistema dotado de leyes procesales decimonónicas, con un
Código Penal obsoleto y continuamente parcheado, escasez de jueces y magistrados,
una estructura de los órganos judiciales que básicamente es la heredada del siglo XIX,
infradotada de medios y al margen de las modernas técnicas de organización, y mal
coordinada con la policía judicial (a la que en teoría dirige pero que en la práctica sigue
sin controlar), la tentación de atribuir a la Administración la función represiva que no
pueden ejercer los jueces es difícil de resistir para los gobernantes. En vez de abordar
decididamente las reformas judicial y penal, se dota a la Administración de mayores
poderes sancionadores, en la creencia de que los ejercerá contundente y eficazmente
(vana ilusión, ya que las leyes que generosamente engrosan los tipos de infracciones
administrativas y las tablas de sanciones rara vez se ocupan de dotar a la Administración
de los medios precisos para cumplir su función represora); SUAY RINCÓN considera
José Ramón PARADA VÁZQUEZ, «Derecho Administrativo I, Parte General», Marcial Pons, Madrid,
1.989, página 328.

Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA, «Curso de Derecho Administrativo» (con Tomás-Ramón
FERNANDEZ), tomo II, Editorial Civitas, 1.982 (segunda edición), páginas 148 y siguientes.

José SUAY RINCÓN, «Sanciones administrativas», Publicaciones del Real Colegio de España, Bolonia,
1.989, páginas 22 y siguientes.

la crónica ineficacia del poder sancionador de la Administración como otra de sus
principales características4.

Ante el poder sancionador de la Administración han venido manteniéndose en
España dos corrientes doctrinales, principalmente. Para unos autores existe una
identidad sustancial entre sanciones administrativas y sanciones penales; el poder que
ejercita la Administración es materialmente de naturaleza jurisdiccional penal, y por ello
los principios a aplicar son los mismos. El hecho de que la facultad de castigar no sea
monopolizada por los jueces, sino que la comparta con la Administración, se explica por
simples razones pragmáticas y no de principio. Otros autores, en cambio, entienden que
hay diversidad sustancial entre ambas figuras, penas y sanciones administrativas, por
responder a distintas finalidades y origen. Por ello, para esta doctrina, los principios por
los que se rigen una y otra figura son distintos5. Actualmente, parece ser la primera
corriente la que se ha impuesto tanto en nuestro derecho positivo como en la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo. El primero de ellos
afirma en sentencia de 3 de octubre de 1.983 lo siguiente:

«No cabe duda de que en un sistema en que rigiera de manera estricta y sin
fisuras la división de los poderes del Estado, la potestad sancionadora debería constituir
un monopolio judicial y no podría estar nunca en manos de la Administración. Un
sistema semejante no ha funcionado nunca históricamente y es lícito dudar que fuera
incluso viable, por razones que no es ahora momento de exponer con detalle, entre las
que se pueden citar la conveniencia de no recargar con exceso las actividades de la
Administración de Justicia como consecuencia de ilícitos de gravedad menor, la
conveniencia de dotar de una mayor eficacia al aparato represivo en relación con este
tipo de ilícitos y la conveniencia de una mayor inmediación de la autoridad
sancionadora respecto de los hechos sancionados».

La Constitución de 1.978, en su artículo 25.1 establece los principios de
tipicidad y legalidad en materia sancionadora, tanto en ámbito penal como
administrativo, unificando el régimen de ambos. Con base en éste y otros preceptos de
la Constitución, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha establecido que los
principios del derecho penal deben aplicarse a las sanciones administrativas, por no
tratarse sino de sendas manifestaciones de un mismo poder punitivo del Estado6. Afirma
la sentencia de 8 de junio de 1.981:

«Los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos
matices, al Derecho administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones
del ordenamiento punitivo del Estado, tal y como refleja la propia Constitución (art. 25,
principio de legalidad) y una muy reiterada jurisprudencia de nuestro Tribunal Supremo
SUAY RINCÓN, «Sanciones…» citado, página 28: «quizás uno, a partir de cuanto se lleva dicho, podría
inclinarse a pensar que el ciudadano español se encuentra «acosado» por una Administración, a la que el
ordenamiento jurídico le ha atribuido un formidable poder represivo, susceptible, además, de ejercitar en
todos los ámbitos de la vida social (…). Nada, sin embargo, más ajeno a la realidad (…). De un lado, pues,
la Administración, cuya ineficacia ha sido y sigue siendo absoluta: le ha faltado hasta el presente más
inmediato capacidad de gestión, los medios humanos y materiales necesarios, una mínima estructura que
le permitiera ejercer de forma eficaz sus poderes de supervisión y vigilancia; y le sigue hoy faltando
confianza en sus propias fuerzas, seguridad. Como en seguida veremos, el poder sancionador de la
Administración «hace aguas» por todos los sitios, de manera que ni la Administración misma se atreve a
hacer uso de él, para evitar la sorpresa de una posterior condena judicial. De otro lado, los ciudadanos,
que nunca como ahora han actuado de manera tan impune».

SUAY RINCÓN, «Sanciones…», páginas 34 y siguientes.

SUAY RINCÓN, «Sanciones…», páginas 169 y siguientes.

(Sentencias de la Sala cuarta de 29 de septiembre, 4 y 10 de noviembre de 1.980, entre
las más recientes), hasta el punto de que un mismo bien jurídico puede ser protegido por
técnicas administrativas o penales»

La jurisprudencia constitucional ha establecido que son de aplicación a la
potestad sancionadora de la Administración los principios de reserva de ley, tipicidad,
«non bis in idem», irretroactividad de normas desfavorables, derecho a la defensa,
presunción de inocencia, tutela judicial efectiva7. El propio Tribunal Constitucional ha
advertido que la aplicación de estos principios o garantías no debe hacerse
automáticamente sin ninguna matización, ya que en algunos casos las circunstancias
harán imprescindible variar el grado de exigencia de dichas garantías respecto de las
sanciones administrativas. Ahora bien, como señala SUAY RINCÓN, esa matización
debe hacerse en cada caso concreto justificando las razones que existan para ello, pues
el principio general es la aplicación de las garantías del orden penal8.

No podía ser de otra manera. En los últimos años ha sido frecuente que el
legislador traslade algunas conductas desde el ámbito penal al sancionador
administrativo, o viceversa. Lo que ayer era delito, hoy se configura como infracción
administrativa; y lo que hoy es infracción administrativa puede ser considerado mañana,
por variar la sensibilidad social al respecto, como delito. Como caso paradigmático
puede señalarse la Ley Orgánica 3/1.989, de 21 de junio, de actualización del Código
Penal. Tras haberse aligerado de contenido el título correspondiente a las faltas,
suprimiendo una buena parte de ellas, su disposición adicional quinta convierte las
conductas que a partir de ese momento ya no constituyen falta en infracciones
administrativas que seguirán castigándose con las mismas sanciones pecuniarias que
tenían señaladas, al mismo tiempo que se autoriza al Gobierno a actualizar mediante
Real Decreto algunas de esas sanciones. Si el legislador puede disponer libremente de
esta facultad de penalizar y despenalizar conductas y de excluirlas o incluirlas en el
ámbito del derecho administrativo sancionador, es evidente que ello no puede
convertirse en una autorización para privar de las garantías establecidas en la
Constitución al procedimiento de imposición de sanciones. Si se privara al
procedimiento administrativo sancionador de las garantías establecidas para el proceso
penal, fácilmente se podrían burlar estas «trabas» despenalizando determinadas
conductas y convirtiéndolas en infracciones administrativas. No se olvide que con harta
frecuencia las sanciones administrativas suponen un castigo tan contundente, si no más,
como las penas. Multas millonarias, privación de autorizaciones o licencias para
desarrollar diversas actividades profesionales, industriales, comerciales o laborales,
clausura de establecimientos, etc., son armas que con frecuencia inflingen al sancionado
un mal muchísimo más intenso y doloroso que las modestas multas que se contienen en
el Código Penal o las penas de privación de libertad menores que habitualmente son
objeto de remisión condicional o que se cumplen en una mínima parte.

A esta misma conclusión ha llegado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos
en una conocida sentencia de 21 de febrero de 1.984 bautizada como «caso Otztürk». En
dicha sentencia, en la cual se interpretan las disposiciones del Convenio Europeo de
Derechos Humanos, se advierte que si los Estados firmantes pudieran a su antojo
calificar las infracciones como administrativas o penales, y aplicar únicamente a las
segundas las garantías contenidas en el Convenio, se pondrían en peligro los mismos

SUAY RINCÓN, «Sanciones…», páginas 172 y siguientes.
SUAY RINCÓN, «Sanciones…», página 202.

fines de éste. Por ello en dicho caso se establece la aplicación de las mismas garantías
del proceso penal (en concreto, el derecho a ser informado de la acusación en una
lengua que comprenda el interesado) al procedimiento sancionador de una conducta que
en el ordenamiento alemán constituye infracción administrativa9.

Partamos de la base, pues, de que al tratar el tema de los órganos instructores del
procedimiento administrativo sancionador habremos de tener bien presentes los
principios del derecho procesal penal que puedan ser aplicables. Y aquí reside
precisamente el problema; si los principios del proceso penal se aplican «con
matizaciones», como ha repetido en diversas sentencias Tribunal Constitucional, ¿cuales
serán los criterios trasvasables del ámbito penal al ámbito administrativo? ¿Cuales son
esos matices? Analizaremos esta cuestión por partes.

2. RÉGIMEN DE LOS ÓRGANOS INSTRUCTORES EN EL ÁMBITO
ADMINISTRATIVO SANCIONADOR.

Si el juez penal ha recibido cierta atención por parte del ordenamiento positivo,
no sucede lo mismo con los órganos instructores de los procedimientos sancionatorios
administrativos. Esto no es extraño si tenemos en cuenta que toda la materia de la
potestad sancionadora de la Administración apenas cuenta con normas específicas, lo
que obliga en gran medida a aplicar los principios generales del Derecho10.
La principal, por no decir casi única, regulación que ha recibido esta cuestión es
la que se contiene en la Ley de Procedimiento Administrativo:

Artículo 135. 1. En la misma providencia en que se acuerde la incoación del
expediente se nombrará un instructor y, en su caso, un secretario, lo que se notificará al
sujeto a expediente.

Debe apuntarse que este artículo tenía un segundo apartado, hoy suprimido por
la disposición derogatoria primera de la Ley 30/1.984, de 2 de agosto, de medidas para
la reforma de la función pública, que establecía que, a falta de disposiciones específicas,
el instructor debería ser, al menos, Jefe de Negociado y tener, en todo caso, categoría
superior a la del presunto inculpado, mientras que podría ser secretario cualquier
funcionario del Ministerio respectivo. Es obvio que el legislador estaba pensando en el
procedimiento disciplinario dirigido a los funcionarios, y por ello parece adecuado que
desapareciera este apartado de la Ley de Procedimiento Administrativo, ya que sus
disposiciones sobre procedimiento sancionador son de aplicación mucho más amplia.
Aunque esta ley, en teoría, debiera aplicarse solo como supletoria en defecto de normas
más específicas, en materia de procedimiento sancionador hoy resulta de aplicación
prácticamente general, ya que las leyes posteriores (incluidas las aprobadas por los
parlamentos autonómicos) han optado en casi todos los casos por hacer una remisión
expresa a ella o por guardar silencio. Solo en casos muy contados se deja de aplicar el
artículo 135 de la Ley de Procedimiento Administrativo; por ejemplo, la Ley sobre
tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial (Real Decreto Legislativo
M. RUBIO DE CASAS, «Potestad sancionatoria de la Administración y garantías del administrado:
comentario a la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 21 de febrero de 1.98: el caso
Otztürk», Revista de Administración Pública núm. 104.

SUAY RINCÓN, «Sanciones…», páginas 29 y siguientes.

339/1.990, de 2 de marzo), al referirse al procedimiento sancionador por infracciones de
tráfico, dispone en su artículo 79 que «los órganos competentes de la Jefatura Central de
Tráfico y los Ayuntamientos serán los instructores del expediente». En este caso parece
que no es necesario el nombramiento de instructor; la designación de órganos
instructores se hará en las normas que estructuren la Jefatura Central de Tráfico y los
Ayuntamientos. En otros casos el expediente por las sanciones más leves se atribuye
directamente al órgano sancionador o a otros órganos, sin necesidad de nombramiento
de instructor; pero en la inmensa mayoría de los casos dentro del ámbito del
ordenamiento administrativo sancionador resulta de aplicación el artículo 135 de la Ley
de Procedimiento Administrativo. Las leyes o reglamentos que regulan procedimientos
sancionadores se suelen limitar a completar su regulación exigiendo algún requisito
personal al instructor. Así, el artículo 30 del Reglamento de régimen disciplinario de los
funcionarios de la Administración del Estado (Real Decreto 33/1.986, de 10 de enero),
dispone que el instructor debe ser funcionario de un cuerpo o escala igual o superior al
grupo del inculpado; por su parte, el Reglamento de funcionarios de la Administración
Local (Decreto de 30 de mayo de 1.952) establece en su artículo 117,2 que el instructor
debe ser un miembro de la corporación, o de otra corporación local, aunque admite que
también puedan serlo funcionarios del cuerpo técnico-administrativo del Ministerio de
la Gobernación, funcionarios de la Administración Local con título de letrado y
categoría superior al inculpado o abogados del Estado11. El artículo 39 de la Ley
Orgánica 12/1985, de 27 de noviembre, de régimen disciplinario de las Fuerzas
Armadas, exige que el nombramiento recaiga en un Juez Instructor del Cuerpo Jurídico
militar o, en su defecto, en un Oficial con la formación adecuada y con empleo superior
al de los inculpados; similar precepto se contiene en el artículo 40 de la Ley Orgánica
11/1991, de 17 de junio, de régimen disciplinario de la Guardia Civil.

Como señala PARADA VÁZQUEZ, la regla del artículo 135 supone tratar de
conseguir una mayor objetivización de la actividad sancionatoria, separando la
autoridad competente para imponer la sanción del órgano instructor, a semejanza del
sistema penal12. Por otro lado, la obligación de notificar el nombramiento de instructor y
secretario permite al interesado ejercer la recusación de los mismos si su imparcialidad
estuviera comprometida por alguna de las causas establecidas en el artículo 20 de la Ley
de Procedimiento Administrativo. Con todo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo ha
sido flexible con el requisito de la notificación del nombramiento, siempre que el
interesado pueda conocer por otros medios (vgr. examen del expediente) dicho
nombramiento.

Pues bien, sentado que con carácter cuasi-general en los procedimientos
sancionadores de la Administración (de todas las Administraciones Públicas españolas)
se da aplicación al artículo 135 de la Ley de Procedimiento Administrativo, la cuestión
que se plantea es si tal precepto contiene suficientes garantías, teniendo en cuenta que
en ámbito sancionador administrativo deben aplicarse, si bien, en su caso, con
matizaciones, idénticos principios que en el ámbito penal. Veamos cuales son las
garantías que atañen a los órganos instructores en el proceso penal.

Estas disposiciones, habituales en todo procedimiento disciplinario, son consecuencia, según GARCÍA
DE ENTERRÍA («Curso…» citado, página 173) del principio del «iudicium parium», juicio por los pares
o iguales, si bien se aplica de modo imperfecto, solo en la instrucción y no en la resolución del
expediente. Sí se aplica el principio totalmente en los colegios profesionales y otros organismos
corporativos.

PARADA VÁZQUEZ, «Derecho Administrativo» citado, página 367.

Como afirma el Tribunal Constitucional en Sentencia de 3 de octubre de 1.983
(y en términos similares en otras), entre los límites de la potestad sancionadora de la
Administración se halla el respeto de los derechos de defensa reconocidos en el artículo
24 de la Constitución, que son de aplicación a los procedimientos que la Administración
siga para imposición de sanciones. Recordemos que el citado artículo dispone en su
apartado 2 lo que sigue:

«todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y
a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un
proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios
de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse
culpables y a la presunción de inocencia».

Pues bien, de esta tabla de derechos aplicables al proceso penal (y, por tanto,
también al procedimiento administrativo sancionador) nos interesan aquí
principalmente, por lo que luego se dirá, dos de ellos: el derecho al Juez ordinario
predeterminado por la ley y al proceso con todas las garantías.

3. DERECHO AL JUEZ ORDINARIO.

El Tribunal Constitucional, en Sentencia de 31 de mayo de 1.983, ha afirmado:
«el derecho constitucional al Juez ordinario consagrado en dicho artículo exige, en
primer término, que el órgano judicial haya sido creado previamente por la norma
jurídica, que ésta le haya investido de jurisdicción y competencia con anterioridad al
hecho motivador de la actuación o proceso judicial y que su régimen orgánico y
procesal no permita calificarle de órgano especial o excepcional. Pero exige también
que la composición del órgano judicial venga determinada por la ley y que en cada caso
concreto se siga el procedimiento legalmente establecido para la designación de los
miembros que han de constituir el órgano correspondiente. De esta forma se trata de
garantizar la independencia e imparcialidad que el derecho en cuestión comporta -y que
se recoge expresamente en el artículo 14,1 del Pacto internacional de derechos civiles y
políticos y en el artículo 16,1 del Convenio para la protección de los derechos humanos
y de las libertades fundamentales-, garantía que quedaría burlada si bastase con
mantener el órgano y pudiera alterarse arbitrariamente sus componentes, que son
quienes, en definitiva, van a ejercitar sus facultades intelectuales y volitivas en las
decisiones que hayan de adoptarse».

Como señala BURGOS, «Juez ordinario es toda persona designada para ejercer
tal función a través de un órgano judicial creado previamente por Ley Orgánica,
investido de jurisdicción y competencia con anterioridad al hecho motivador de la
actuación o proceso judicial de cualquier índole»13.

RUIZ RUIZ matiza esta doctrina afirmando que el derecho al Juez ordinario
predeterminado por la ley ha de afectar a todas las jurisdicciones, tanto ordinarias como
aquellas especiales admitidas por la propia Constitución, como la jurisdicción militar.
Por ello, el concepto de Juez ordinario debe entenderse no como opuesto al Juez

Juan BURGOS LADRÓN DE GUEVARA, «El juez ordinario predeterminado por la ley», Editorial
Civitas, Madrid, 1.991, página 44.

especial, sino como opuesto más bien a Juez de excepción, esto es, el constituido a
posteriori del hecho a enjuiciar14.

Según BURGOS, los presupuestos del juez ordinario son la independencia y la
inamovilidad orgánica y funcional. La independencia es necesaria para que se pueda
hablar del juez legal, ya que no hay auténtica jurisdicción si la decisión no se atribuye a
un juez independiente e imparcial; la inamovilidad asegura al Juez ordinario la
estabilidad en el cargo y le sustrae de un traslado o cese que no sea voluntario o que se
deba a motivos previamente establecidos. La inamovilidad es garantía de la
independencia, y su reconocimiento «tiene por objeto hacer real la vinculación del Juez
al Derecho y no a otro poder»15.

4. LA IMPARCIALIDAD DE LOS ÓRGANOS JUDICIALES.

En una capital Sentencia de 12 de julio de 1.988 (tan capital que provocó una
importante reforma de la organización judicial) el Tribunal Constitucional afirmó: «el
artículo 24,2 (…) reconoce a todos el derecho a «un juicio público… con todas las
garantías», garantías en las que debe incluirse, aunque no se cite en forma expresa, el
derecho a un Juez imparcial, que constituye sin duda una garantía fundamental de la
Administración de Justicia en un Estado de Derecho»; y más adelante: «la actividad
instructora, en cuanto pone al que lleva a cabo en contacto directo con el acusado y con
los hechos y datos que deben servir para averiguar el delito y sus posibles responsables
puede provocar en el ánimo del instructor, incluso a pesar de sus mejores deseos,
prejuicios e impresiones a favor o en contra del acusado que influyan a la hora de
sentenciar. Incluso aunque ello no suceda es difícil evitar la impresión de que el Juez no
acomete la función de juzgar sin la plena imparcialidad que le es exigible. Por ello, el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), en su decisión sobre el caso «De
Cubber», de 26 de octubre de 1.984, y ya antes en la recaída sobre el caso «Piersack», de
1 de octubre de 1.982, ha insistido en la importancia que en esta materia tienen las
apariencias, de forma que debe abstenerse todo Juez del que pueda temerse
legítimamente una falta de imparcialidad, pues va en ello la confianza que los
Tribunales de una sociedad democrática han de inspirar a los justiciables, comenzando,
en lo penal, por los mismos acusados. Esta prevención que el Juez que ha instruido y
que debe fallar puede provocar en los justiciables viene aumentada si se considera que
las actividades instructoras no son públicas ni necesariamente contradictorias, y la
influencia que pueden ejercer en el juzgador se produce al margen de «un proceso
público» que también exige el citado art. 24.2 y del procedimiento predominantemente
oral, sobre todo en materia criminal, a que se refiere el art. 120.2, ambos de la
Constitución. En un sistema procesal en que la fase decisiva es el juicio oral, al que la
instrucción sirve de preparación, debe evitarse que este juicio oral pierda virtualidad o
se empañe su imagen externa, como puede suceder si el Juez acude a él con impresiones
o prejuicios nacidos de la instrucción o si llega a crearse con cierto fundamento la
apariencia de que esas impresiones y prejuicios existan».

En resumen, las consecuencias que se extraen de esta Sentencia son que el Juez
que ha realizado labores de instrucción en un proceso penal no puede ser el autor del

Gregorio RUIZ RUIZ, «El derecho al juez ordinario en la Constitución española», Editorial Civitas-
Centro de Publicaciones del Ministerio de Justicia, Madrid, 1.991, páginas 190-191.

BURGOS LADRÓN DE GUEVARA, «El juez ordinario…» citado, páginas 62 y siguientes.

fallo, ya que ello vulnera el derecho al Juez imparcial reconocido en el artículo 24.2 de
la Constitución.

5. CONSECUENCIAS SANCIONADOR. EN EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO

Hasta aquí se expone de forma resumida la doctrina aceptada hoy sobre los
derechos al juez ordinario e imparcial en el ámbito del proceso penal. Veamos ahora
cual puede ser su aplicación en el ámbito administrativo.

a) En primer lugar, hay que sentar que es evidente que en este ámbito no es de
aplicación estricta el principio del Juez ordinario, ya que lo que precisamente
caracteriza a la potestad sancionadora de la Administración es que excluye la
intervención judicial, salvo para controlar a posteriori las sanciones ya impuestas. Ahora
bien, como señala GARBERÍ, este derecho, en el ámbito administrativo, puede verse
transformado «en otro que impediría ser sancionado sino por la autoridad administrativa
cuya competencia sancionadora venga predeterminada por la ley»16. Ello conlleva,
según este autor y en base a la jurisprudencia constitucional, que el órgano
administrativo competente para conocer de una infracción administrativa ha de ser
creado por la norma jurídica antes de la comisión del comportamiento infractor, y que
se prohíbe su conformación ex post facto, ad hoc o ad personam; asimismo, ha de estar
predeterminado su régimen orgánico y procedimental; finalmente, la determinación de
la competencia de las diferentes entidades administrativas ha de realizarse, en todo caso,
en una norma con rango de ley formal.

De lo dicho hasta aquí podría pensarse que en nuestro ordenamiento se cumple,
en líneas generales, con estos requisitos. Efectivamente, la determinación de los órganos
a los que corresponde imponer las sanciones administrativas suele estar hecha con
anterioridad a la comisión de la conducta a sancionar y mediante ley. Se cumple, por
tanto, con el derecho al «órgano ordinario predeterminado por la ley»; añádase a ello
que la Constitución, en su artículo 26, prohíbe los Tribunales de honor en el ámbito de
la Administración civil y de las organizaciones profesionales, tribunales que se
configurarían, de no ser prohibidos, como tribunales excepcionales opuestos al principio
del Juez ordinario.

Pero permítaseme dudar de que este principio sea llevado a sus últimas
consecuencias en nuestro ordenamiento. En muchos casos se produce una quiebra
precisamente a través de la regulación que se contiene en el artículo 135 de la Ley de
Procedimiento Administrativo. El órgano sancionador está predeterminado en la ley,
pero el instructor del expediente es nombrado con posterioridad, y el nombramiento con
frecuencia puede recaer en cualquier funcionario de la Administración de que se trate.
¿Es suficiente que el órgano sancionador esté predeterminado por la ley? Se me podrá
decir que por supuesto que sí, ya que el instructor simplemente va a tramitar un
expediente que en su día elevará al órgano competente para sancionar, el cual adoptará
libremente la decisión que corresponda. Pues bien, este es un caso, me parece, en el que
sobre el papel las formas quedan bien resueltas pero en que la realidad va por otro lado.

José GARBERÍ LLOBREGAT, «La aplicación de los derechos y garantías constitucionales a la
potestad y al procedimiento administrativo sancionador», Editorial Trivium, Madrid, 1.989, páginas 179 y
siguientes.

Los órganos competentes para imponer sanciones administrativas son muy
variados, para conocerlos hay que acudir a cada ley que tipifica infracciones en relación
a un determinado sector de actividad administrativa. Pero podemos abreviar afirmando
que los órganos que más habitualmente reciben tal potestad son el Gobierno, los
Ministros, los Gobernadores civiles, los Gobiernos autonómicos, sus Consejeros, los
Alcaldes, etc. En ocasiones, estos órganos delegan en otros de rango inferior: directores
generales, directores de organismos autónomos, concejales delegados. Cualquiera que
conozca mínimamente la Administración Pública por dentro (cualquier Administración)
sabe que difícilmente tales órganos dedican a la inmensa mayoría de los expedientes
sancionadores, cuando no a su totalidad, más tiempo que el necesario para estampar una
firma en una resolución que finaliza el procedimiento. Lo habitual es que el órgano
sancionador dé por bueno todo lo actuado por el instructor y se limite a asumir la
propuesta de resolución formulada. Ayuda a ello la estructura del procedimiento
administrativo sancionador: no hay vista oral ni otro trámite ante el órgano sancionador
que recuerde el principio contradictorio. El órgano sancionador se limita normalmente a
aprobar lo que le propone el instructor o, simplemente, a tomar cualquier resolución
distinta sin necesidad de otro trámite17.

En el ámbito procesal penal la instrucción corre a cargo de un Juez en el que
concurren las mismas garantías sobre su predeterminación por la ley que en el Juez o
Tribunal que conocerá y fallará con carácter definitivo. ¿Se le ocurriría a alguien admitir
que la instrucción de un sumario se realizara por un funcionario nombrado ex profeso
con posterioridad a la comisión del hecho presuntamente delictivo?

Por otro lado, tampoco se halla determinado con anterioridad el régimen
orgánico del instructor. El nombramiento puede recaer sobre un funcionario
dependiente del órgano que lo nombra, o sobre cualquier otra persona.

Me parece, por tanto, que el derecho al juez ordinario predeterminado por la ley
(léase aquí órgano administrativo predeterminado por la ley) queda burlado en todos
aquellos casos en que el instructor se convierte en el auténtico protagonista de la
sanción y el órgano sancionador cumple un simple papel de firmante de la resolución
administrativa.

No es lugar éste para hacer un análisis de las deficiencias del actual procedimiento, pero valgan algunas
observaciones que hace GARBERÍ LLOBREGAT («La aplicación de los derechos…» citada) sobre sus
deficiencias: «la dependencia de la autoridad enjuiciadora (…) determina la conversión del intitulado
«procedimiento sancionador» en otro simplemente de «información y documentación» en punto a que la
decisión se adopte con el mayor número de elementos de juicio posibles a la disposición del órgano
administrativo; dependencia que conduce, asimismo, a la total imposibilidad de calificar como probatoria
la actividad del instructor (aunque así lo prevea el art. 136.1 LPA), toda vez que falta, aparte de las
necesarias notas de contradicción e inmediación, la imparcialidad e independencia imprescindibles para
efectuar su correcta valoración. La instrucción se realiza además sin intervención directa del interesado
que, no sólo no puede defenderse por desconocer el contenido concreto del expediente, sino que también
tiene proscrito el proponer la práctica de cualesquiera actividades propiciadoras de su posible descargo o
elevar, al final de la fase instructora, un informe conclusivo a la autoridad administrativa que va a resolver
su asunto. Y otros muchos defectos tales como la dilación que provoca la proteiforme «información
reservada» (art. 134.2 LPA); la vinculación práctica de la propuesta de resolución elevada a un órgano
administrativo decisor que, por no poder discurrir ante él una audiencia contradictoria una vez concluida
la instrucción, no tiene más elementos sobre los que basar su decisión que las posibles alegaciones
defensivas del interesado y todas las actuaciones realizadas por el instructor/funcionario administrativo».

b) En cuanto a la independencia que se predica de los órganos judiciales, es
evidente que no se produce en la Administración Pública. Todos los órganos
administrativos están sometidos a la autoridad de otros órganos jerárquicamente
superiores. Esto es predicable tanto del instructor como del órgano sancionador (salvo
en los casos de que se trate del Presidente del Gobierno -central o autonómico- o de un
Alcalde, que sólo se someterá al posterior control judicial al adoptar sus decisiones).
Como dice GARBERÍ: «no se encuentra en el ámbito administrativo independencia
alguna; ni los órganos administrativos son independientes los unos de los otros, ni los
funcionarios administrativos lo son respecto a sus superiores»18.

Subrayemos que donde menor puede ser la independencia es precisamente
respecto del instructor del expediente. Su nombramiento recae como norma habitual en
un funcionario dependiente del propio órgano competente para sancionar; como
funcionario, se halla dentro de una jerarquía, sometido a las órdenes que le impartan sus
superiores. Nuestro ordenamiento no contiene ninguna norma dirigida a garantizar la
más mínima independencia al instructor. Por otro lado, el cese y sustitución del
instructor es posible en cualquier momento.

Quiero hacer notar que el funcionario nombrado como instructor muy
frecuentemente no es subordinado directo del órgano sancionador; entre dicho órgano y
el instructor suele haber todavía varios cargos con mando jerárquico sobre éste. Por lo
tanto, puede ser que el instructor del expediente reciba a lo largo de su tramitación
instrucciones generales o particulares sobre la forma en que ha de conducir el
procedimiento; tampoco es extraño que reciba indicaciones precisas sobre la
«propuesta» de resolución que debe formular. La existencia de estos superiores
jerárquicos del instructor puede, en algún caso, ser peligrosa; se trata de personas que
pueden tomar decisiones importantes para la marcha del procedimiento, pero que no
aparecen formalmente mencionados en él. Pueden ser incluso totalmente desconocidos
para los interesados, que ni siquiera tendrán la posibilidad de recursarlos si hubiera
motivo para ello.

c) Distinto es el caso de la imparcialidad. Pese a no ser independientes, tanto los
órganos sancionadores como los instructores tienen la obligación de ser, en alguna
medida, imparciales (artículo 103 de la Constitución: la Administración Pública sirve
con objetividad los intereses generales…). A ello precisamente responde la división de
funciones entre el órgano sancionador y el instructor. Puede parecer que en el
procedimiento sancionador administrativo ya se daba cumplimiento a la doctrina del
Tribunal Constitucional sobre la necesidad de separar las personas del Juez Instructor y
del que falla para asegurar la imparcialidad. Pero esto es mera apariencia. Como afirma
SUAY, «el Juez Instructor es, por lo general, un mero subordinado jerárquico,
incardinado en no pocas ocasiones dentro de la propia unidad administrativa encargada
de resolver el procedimiento; con un margen de autonomía, por tanto, que es más
teórico que real, porque, en definitiva, sabe que su intervención ha de ser del agrado de
sus superiores; actúa, así, pues, temeroso de las represalias que pudieran tener lugar. Por
si esto fuera poco, y aun en el hipotético supuesto de que el Juez Instructor fuera celoso
guardián de su independencia de criterio, resulta que sus puntos de vista pueden ser
alterados con suma facilidad, ya que la Propuesta de Resolución con la que concluye su
instrucción no tiene carácter vinculante, por lo que la autoridad decisoria puede, en

GARBERÍ LLOBREGAT, «La aplicación de los derechos…» citada, página 39.

última instancia, modificarla, incluso, in peius. Junto a ello, y al margen ya del Juez
Instructor, tampoco pueden ser pasadas por alto otras manifestaciones igualmente
expresivas de la parcialidad con que al final termina actuándose de facto. Con toda
frecuencia, por ejemplo, los informes y escritos que se hacen valer como prueba
documental en el marco del expediente no se evacuan entre terceras instancias ajenas a
la Administración, sino, muy al contrario, ante organismos y unidades integrados dentro
de la misma. Podemos concluir, en definitiva, que la imparcialidad encuentra
dificultades en su aplicación al procedimiento sancionador. Si en el proceso penal no es
así, en el procedimiento que nos ocupa, la Administración tiende a convertirse en juez y
parte»19.

Frente a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que, en sentencia de 15 de
febrero de 1.990, ha afirmado que «la estricta imparcialidad e independencia de los
órganos del poder judicial no es, por esencia, predicable en la misma medida de un
órgano administrativo», SUAY subraya como «quizá no imparcialidad estricta; pero la
imparcialidad es indudablemente un valor en la actividad administrativa», y que «más
que imparcialidad administrativa, hay aquí que hablar de una imparcialidad de tipo
jurisdiccional, de las mismas características de la que disponen los jueces penales»20.

6. ¿IMPARCIALIDAD EN LA ADMINISTRACIÓN?

Quiero ahora hacer algunas reflexiones en torno a este punto; si bien la doctrina
tiende a exigir a los órganos administrativos sancionadores la misma o similar
independencia e imparcialidad que a los órganos judiciales, constantemente la
jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo parece recortar, y, en
algunos casos, hasta negar estas garantías dentro del procedimiento administrativo
sancionador. La razón de ello es que las sentencias que se han ido produciendo hasta el
momento se refieren a casos en que se ponía en juego una potestad disciplinaria. La
jurisprudencia tiene que afirmar que al ejercitarse la potestad disciplinaria la
Administración actúa a través de sus órganos ordinarios a los que no puede exigírseles
una composición neutral e imparcial.

Falta hasta ahora una definitiva clarificación que distinga con nitidez el régimen
de las sanciones de autoprotección administrativa de las sanciones de protección del
orden general, por utilizar la terminología del profesor GARCÍA DE ENTERRÍA. Las
primeras presuponen una organización a la que se concede una potestad de orden
doméstico, principalmente para mantener el orden y el normal funcionamiento dentro de
la propia organización; su paradigma son las sanciones disciplinarias. Las sanciones
disciplinarias no son sino la consecuencia natural del poder de dirección. Dirigir
supone, entre otras cosas, dar órdenes, supervisar su cumplimiento y reaccionar contra
su incumplimiento corrigiendo y sancionando. En otras palabras, quien manda necesita
poder castigar si es desobedecido. En el seno de una organización como la
Administración, a la que se exige eficacia en el cumplimiento de sus fines, esto se debe
traducir en la posibilidad de que los mandos superiores sancionen a los empleados que
infrinjan la disciplina. No se trata de una potestad sustancialmente distinta a la que el
Estatuto de los Trabajadores en su artículo 58 atribuye a los empresarios para sancionar

José SUAY RINCÓN, «La discutible vigencia de los principios de imparcialidad y de contradicción en
el procedimiento administrativo sancionador», en Revista Española de Administración Pública núm. 123.

SUAY RINCÓN, «La discutible vigencia…» citada, página 169.

a los trabajadores que incumplan sus deberes. La naturaleza de esta potestad se pone de
manifiesto en la Ley Orgánica 12/1.985 sobre régimen disciplinario de las Fuerzas
Armadas, que en su artículo 18 dispone: «todo militar tiene el deber de corregir las
infracciones que observe en los inferiores, le estén o no subordinados directamente,
cualquiera que sea el Ejército, Arma o Cuerpo al que pertenezcan. Si además las juzga
merecedoras de sanción, lo hará por sí mismo si tiene potestad sancionadora, y si no,
dará parte inmediatamente a quien la tenga». Es el ejemplo extremo (por el especial
rigor con que se establece la disciplina en el seno de la Administración militar) de como
la sanción se asocia automáticamente con el mando.

En la imposición de sanciones en estos casos no puede exigirse que se realice
normalmente por órganos independientes e imparciales. Son precisamente los propios
superiores jerárquicos de los infractores quienes deben intervenir de forma inmediata,
pues sin esa inmediación no se cumplen con eficacia los fines de corrección que se
persiguen. Y estos superiores, claro está, no son independientes ni imparciales, sino
parte directamente interesada en el buen funcionamiento de la unidad administrativa de
la que son responsables. En este caso las garantías para el sancionado no pueden, por la
propia naturaleza de las cosas, buscarse en esa imposible imparcialidad o
independencia, sino en la posterior revisión judicial o en otros mecanismos. Por ello no
es condenable en este ámbito que el instructor del expediente esté sometido también a la
autoridad del órgano sancionador, o incluso que se confundan ambas figuras.

Radicalmente opuesto es el caso de las sanciones de protección del orden
general. Aquí la posición del órgano sancionador es distinta; la función que va a realizar
es materialmente jurisdiccional, por lo que no hay razón para que existan diferencias
sustanciales con la posición del juez penal. La Administración no actúa solamente en
defensa de un interés propio, ni siquiera en defensa de unos intereses públicos referidos
a un sector de actividad puesto bajo su cuidado, sino aplicando directamente el Derecho.
Las mismas garantías que se exijan en el proceso penal respecto a los órganos
instructores o enjuiciadores pueden y deben ser exigidas a los órganos instructores y
sancionadores en ámbito administrativo. En este caso no hay obstáculo alguno a la
exigencia de la más absoluta imparcialidad de los órganos administrativos que hayan de
instruir el expediente sancionador y resolverlo. Lo contrario nos llevaría a la situación
absurda antes mencionada: la despenalización de una conducta y su tipificación como
infracción administrativa llevaría a una sustancial reducción (cuando no supresión) de
las garantías procesales derivadas de la Constitución. De esta manera se dejaría en
manos del legislador la aplicación o no aplicación de dichas garantías en unos u otros
casos, cuando es obvio que el legislador es el primer poder público vinculado por los
derechos que reconoce la Constitución.

Es imprescindible, por tanto, atender a la distinción entre sanciones de
autoprotección y sanciones de protección del orden general a la hora de matizar o
adaptar las garantías que establece el artículo 24 de la Constitución para el proceso
penal al procedimiento administrativo sancionador. En el primer caso se justifica cierta
limitación de ciertas garantías, concretamente las relativas a la imparcialidad del órgano
que instruye y resuelve; en el segundo caso no hay ninguna justificación para una
reducción de las garantías.

Quiero precisar que desde esta óptica la categoría de sanciones de
autoprotección, según mi entender, debe tomarse con criterio restrictivo. Se trataría

únicamente de incluir aquellos casos en que la imposición de sanciones por la
Administración tiene como finalidad primordial asegurar el buen funcionamiento y el
orden interno de la Administración Pública como organización, esto es, la relación
armónica entre todos sus elementos. Por ello, no comparto el criterio del profesor
GARCÍA DE ENTERRÍA cuando incluye entre las sanciones de autoprotección,
además de las sanciones disciplinarias y las sanciones de policía demanial, las que
denomina «sanciones rescisorias de actos administrativos favorables» y las sanciones
tributarias21. En el primer caso creo que, efectivamente, en algunos casos se trata de
sanciones (vgr. la privación del permiso de conducir), pero no necesariamente de
autoprotección sino de protección del orden general, ya que el hecho de que el
administrado haya recibido, por ejemplo, una autorización administrativa, no supone
automáticamente su ingreso dentro de la organización de la Administración Pública,
sino simplemente que está sometido a una potestad de control o inspección por parte de
ésta. En otros casos esta técnica no se configura como de sanción, sino como actos
sometidos a condición (vgr. la instalación industrial que no reúne las condiciones de
seguridad o salubridad requeridas para seguir funcionando) o simplemente, como
incumplimiento contractual que no dista mucho de la resolución de un contrato civil o
mercantil. Por otro lado, en las sanciones tributarias la Administración no cuida
tampoco de un orden interno, ya que el administrado- contribuyente sigue sin formar
parte de la organización, es un elemento externo que tiene un deber de tributar que si es
incumplido puede dar lugar a una sanción tanto penal (delitos contra la Hacienda
Pública) como administrativa. Tampoco creo que pueda afirmarse que la
Administración únicamente protege con estas sanciones su propio funcionamiento
porque sin percibir los tributos de los contribuyentes no puede funcionar. Los tributos
no sirven solamente para el funcionamiento de la Administración Pública, sino que
también mantienen al resto de los poderes públicos (legislativo, judicial, Tribunal
Constitucional), y en nuestro Estado social suponen un instrumento esencial de
redistribución de la riqueza. Creo más acertado calificar a las sanciones tributarias como
de protección del orden general.

Sanciones de autoprotección, pues, con un sentido restrictivo. O si se quiere,
relaciones de especial sujeción pero también con un alcance limitado: la sujeción que
implica una jerarquía o mando directo sobre el administrado porque forma parte, de un
modo u otro, de una organización. GARCÍA MACHO ha denunciado la excesiva
ampliación del concepto de relaciones de especial sujeción hasta abarcar supuestos en
los cuales el administrado no tiene en realidad otra relación con la Administración que
la de estar sujeto a las normas reglamentarias que ésta elabora (vgr. espectáculos
públicos, promotores de viviendas, detectives privados, etc.) en relación a la
disminución de garantías que se produce sobre todo en cuanto a la reserva de ley y el
principio non bis in idem22.

7. CONCLUSIONES.

Lo dicho hasta aquí puede resumirse en la afirmación de que la actual regulación
sobre la instrucción del expediente administrativo sancionador, y específicamente sobre
el instructor, resulta claramente insatisfactoria en cuanto a la garantía de la

GARCÍA DE ENTERRÍA, «Curso…», páginas 148 y siguientes.
Ricardo GARCÍA MACHO, «Sanciones administrativas y relaciones de especial sujeción», en Revista
Española de Derecho Administrativo núm. 72.

imparcialidad que exige la Constitución, refiriéndome siempre a las sanciones de
protección del orden general. Si en el proceso penal la imparcialidad se persigue sobre
todo a través de la institución del juez ordinario predeterminado por la ley y en la
independencia del juez, en el ámbito sancionador administrativo es inexcusable buscar
los mecanismos que hagan posible una imparcialidad equiparable en la imposición de
sanciones. Admitamos que la aplicación de los principios del proceso penal ha de
matizarse en algún caso; pero lo que no puede admitirse es la aplicación de los
principios radicalmente opuestos; y la actual regulación de los órganos sancionadores e
instructores permite que a veces suceda esto.

La institución del juez ordinario, como se ha dicho, en el ámbito sancionador
administrativo debe asumirse como el derecho al órgano administrativo predeterminado
por la ley. Pero la predeterminación por la ley debería alcanzar también al instructor del
expediente, al menos en tanto se mantenga el actual sistema (en cuanto a cuales son los
órganos con potestad sancionadora) en el cual frecuentemente la figura del instructor
puede ser decisiva.

En cuanto a la prohibición de que el juez instructor participe en el fallo que se
aplica rígidamente en nuestro proceso penal, se puede (y se debe) perfectamente exigir,
en ámbito administrativo sancionador, que el instructor no se halle sometido al órgano
sancionador ni forme parte de la misma unidad administrativa. SUAY propone, en este
sentido, «la plena y rígida separación de autoridades administrativas, de forma que la
competencia sancionadora estuviese detentada por un órgano distinto de aquel que tiene
asignadas las competencias de ordenación y de gestión del sector, un sistema similar en
cierto grado al implantado para las reclamaciones económico-administrativas, que
conoce ya una primera aplicación en materia de defensa de la competencia»23. Esta
separación debiera ir acompañada de la atribución al instructor de un status específico y
determinado del que ahora carece, que se encaminara a asegurar su imparcialidad y, en
la medida de lo posible, su independencia. A tal efecto debiera establecerse su
inamovilidad mientras dure el expediente sancionador, salvo por las causas que
específicamente se establezcan; debiera asimismo prohibirse que durante la incoación
del expediente ninguna autoridad pueda dirigirle instrucciones, y establecer un deber de
colaboración de los restantes órganos administrativos a la hora de realizar las diligencias
de prueba y demás trámites necesarios. Asimismo, cabría, como propone SUAY, «dotar
a la Propuesta de Resolución formulada por el Juez Instructor de un cierto efecto
vinculante, al objeto de impedir a la autoridad decisoria transformar in peius los
términos de la acusación»24, ya que en caso contrario no se respeta el derecho de
defensa; el interesado solo conoce y solo presenta alegaciones frente a lo que actúa el
instructor (pliego de cargos y propuesta de resolución), pero todo ello puede ser
ignorado por el órgano sancionador.

Estas modificaciones en torno a la figura del instructor me parecen
imprescindibles si se mantiene en líneas generales el actual sistema de atribución de
potestad sancionadora a la Administración. Digo esto porque, obviamente, son posibles
otros sistemas y existen otros sistemas en diversos países. Quizás el más interesante, por
ser el más alejado del nuestro entre los países de nuestro entorno, es el francés. En
Francia el desarrollo de la potestad sancionadora de la Administración ha sido muy
moderado y se ha mantenido con mayor puridad el principio de separación de poderes.

SUAY RINCÓN, «La discutible vigencia…», página 171.
SUAY RINCÓN, «La discutible vigencia…», página 173.

La mayor parte de las tareas de represión la realizan los órganos judiciales; lo que en
España suelen constituir las infracciones administrativas en Francia habitualmente
constituyen contravenciones que son penadas por «tribunales de policía» (en realidad
son juzgados unipersonales) que, en ocasiones, utilizan un procedimiento muy
simplificado. El papel de la Administración en estos casos consiste, en unos casos, en
instruir un expediente que fije los hechos y remitirlo al tribunal; en otros, de actuar
como ministerio fiscal, como parte o ejercer la acción pública para defender intereses
puestos a su cargo. En algunos casos se atribuyen a la Administración facultades no
propiamente sancionadoras sino más bien de evitación del proceso, como es el instituto
de la transacción en materia económica, en la cual el infractor, liquidando su deuda y
pagando directamente una multa atenuada consigue evitar ser llevado ante el tribunal, al
tiempo que renuncia a posteriores recursos, o en la «amende forfataire» u «oblation
volontaire» que se aplica en infracciones de tráfico y de otro tipo, en la cual el infractor
paga directamente a los agentes de la autoridad una multa calculada a tanto alzado,
evitándose también posteriores trámites ante el tribunal. La atribución de potestad
sancionadora a la Administración se produce casi siempre dentro del específico ámbito
de la autoprotección: régimen disciplinario, servicios públicos, contratación, dominio
público, etc.

Pues bien, cabría pensar en una reforma radical de nuestro sistema que pasara
por atribuir a los jueces todas aquellas sanciones que no entren en el campo de la
autoprotección de la Administración, para lo cual sería inexcusable crear unos juzgados
específicos que actuaran con procedimientos ágiles. En tal caso, sería coherente que la
instrucción y, en su caso, la acusación ante el juez la realizara el órgano administrativo
que tuviera atribuido el cuidado del sector de actividad en que se haya cometido la
infracción. En este caso, no sería necesario atribuir al instructor un régimen específico
dirigido a dotarle de marcada independencia e imparcialidad, ya que estas notas estarían
aseguradas en el órgano sancionador. Dentro de este régimen sería también procedente
establecer instituciones de transacción como las existentes en el derecho francés.

Lógicamente, no veo próximo un cambio de tal envergadura en nuestro
ordenamiento, aunque posiblemente sería más coherente con el sistema de garantías que
establece la Constitución, y no tendría por qué afectar negativamente a la eficacia de la
Administración en el cuidado de los intereses públicos que le son confiados si se
regularan acertadamente los mecanismos de intervención administrativa en el proceso.
Ahora bien, me atrevo a pensar que es más realizable otro sistema en el cual (en la
misma línea de la propuesta de SUAY RINCÓN antes mencionada) sin salir la potestad
sancionadora de la Administración, se atribuya tal potestad a «tribunales
administrativos» especializados; esto es, la imposición de sanciones de protección del
orden general no sea competencia del ministro, del gobernador civil, del alcalde, etc.,
sino que se atribuya a órganos colegiados, especializados según materias, con una
composición determinada legalmente y con un régimen de independencia respecto de
los órganos a los que habitualmente se atribuye la aplicación de las normas cuya
infracción se va a sancionar. La imposición de penas sería precedida de un
procedimiento de naturaleza contradictoria; el instructor, en este caso, podría ocupar un
lugar similar al que he descrito en un sistema judicializado, esto es, órgano que instruye

Ver al respecto SUAY RINCÓN, «Sanciones administrativas», páginas 112 y siguientes, y Blanca
LOZANO, «Panorámica general de la potestad sancionadora de la Administración en Europa:
«despenalización» y garantía», en Revista de Administración Pública núm. 121.

y que acusa ante el tribunal, pero también con posibilidad de llegar a un acuerdo con el
interesado que evite el proceso mediante la aceptación de una sanción atenuada.

En cualquier caso, me parece inaplazable la reforma de la actual regulación de
los órganos instructores en el procedimiento administrativo sancionador, cuando menos
en el ámbito de las sanciones de protección del orden general para adecuarse a las
garantías exigidas por la Constitución, garantías que en la actualidad escasamente son
observadas.

ADDENDA

Estando ya en imprenta este trabajo se publica la Ley 30/1992, de 26 de
noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento
Administrativo Común (LRJPA), que incide directamente en el tema estudiado.
Concretamente, el Título IX de esta ley regula la potestad sancionadora, y supone la
derogación del artículo 135 de la antigua Ley de Procedimiento Administrativo (LPA).
Afortunadamente para el que firma este trabajo, esta nueva ley no deja sin valor todo lo
apuntado en las páginas precedentes, pero conviene añadir un comentario de urgencia.
La nueva ley recoge de algún modo la posición que he mantenido en las páginas
anteriores, por cuanto dispone en su artículo 127.3 que las disposiciones que regulan la
potestad sancionadora de las Administraciones Públicas no son de aplicación al
ejercicio de la potestad disciplinaria sobre el personal a su servicio ni sobre quienes
estén vinculados por relación contractual. Se acoge, pues, parcialmente la tesis que
mantengo sobre la necesidad de separar el régimen del ejercicio de la potestad
sancionadora general de la potestad sancionadora en relaciones de especial sujeción
(parcialmente, por cuanto la potestad disciplinaria sobre el personal al servicio de la
Administración y la que se da dentro de una relación contractual no agotan el catálogo
de relaciones de especial sujeción).

En cuanto al tema central de este trabajo, la nueva ley atribuye al ejercicio de la
potestad sancionadora “a los órganos administrativos que la tengan expresamente
atribuida, por disposiciones de rango legal o reglamentario, sin que pueda delegarse en
órgano distinto” (art. 127.2). Recoge la ley, por tanto, el principio de “juez ordinario
predeterminado por la ley”, si bien adaptado al ámbito de la potestad sancionadora de la
Administración este principio queda como el del “órgano administrativo
predeterminado por la ley o el reglamento”. Me parece que esta matización es aceptable.
Puesto que la estructura y funciones de los órganos administrativos de ordinario se
regulan en normas de carácter reglamentario, sería escasamente lógico exigir en todo
caso una norma de rango legal. Con la exigencia de una norma, legal o reglamentaria,
que atribuya la potestad sancionadora a un órgano administrativo determinado con
anterioridad a la realización de los hechos que puedan constituir infracción
administrativa, y con la prohibición de delegar esa potestad en órgano distinto, creo que
quedan suficientemente cubiertas las garantías exigibles para el administrado.

Por otra parte, la ley dispone que “los procedimientos que regulen el ejercicio de
la potestad sancionadora deberán establecer la debida separación entre la fase
instructora y la sancionadora, encomendándolas a órganos distintos” (art. 134.1). Esos
procedimientos deberán estar establecidos en norma de carácter legal o reglamentario,
según establece la misma ley. De esta manera, se remite a esas futuras normas que
regularán cada procedimiento sancionador (aunque dentro de los límites que marca la
LRJPA) toda la cuestión tratada en este trabajo, es decir, las garantías que deben rodear
a los órganos instructores. Queda la puerta abierta, por tanto, a que en el futuro se
corrijan las deficiencias del sistema anterior. Ahora bien, no hubiera estado de más que
la propia LRJPA hubiera abordado ese tema, y no se hubiera contentado con establecer
la separación entre órgano sancionador y órgano instructor, sino que hubiera ido más
lejos para garantizar la imparcialidad del instructor. Entiendo que ésta es la principal
carencia de la nueva ley.

Con la LRJPA queda abierta la cuestión de si el instructor será nombrado
posteriormente al hecho a enjuiciar, como se hacía al amparo del artículo 135 de la
LPA. Del enunciado del artículo 132.2 de la LRJPA puesto en relación con el artículo
127.2 puede derivar la conclusión de que el órgano instructor debe estar también
predeterminado por norma legal o reglamentaria. Esta, creo, es la interpretación más
acorde con los principios constitucionales. Ahora bien, la propia LRJPA en su artículo
135 reconoce al presunto responsable el derecho a ser notificado “de la identidad del
instructor, de la autoridad competente para imponer la sanción y de la norma que
atribuya tal competencia”. Parece que el legislador está pensando todavía en el
nombramiento de instructor tal como se venía haciendo al amparo de la antigua LPA.
Por tanto, queda esta cuestión abierta a debate.

La nueva LRJPA, por tanto, permite subsanar las deficiencias antes apuntadas
respecto a los órganos instructores en el procedimiento administrativo sancionador.
Ahora bien, por desgracia, no ha querido entrar a una regulación completa de la materia,
y remite la cuestión a posteriores leyes y reglamentos, a cuya aprobación habrá que
esperar.